Había una vez en una tierra muy lejana, un avaro granjero. Que decidió un día vender todas las cosechas y productos de su granja para obtener oro, aunque su familia le rogó que no lo hiciera, porque el invierno se acercaba y no podrían hacerle frente sin la cosecha él no les hizo caso. Vendió también la carne, leche y todo lo que habían producido los animales, y al recibir las monedas fue a enterrarlas en un gran cofre al lado de una vieja pared, para poder visitarlo a diario.
Varias veces su vecino lo vio ir y venir hasta ese lugar con un comportamiento extraño, así que lo espió y descubrió que el granjero escondía un gran tesoro, el cual robó esa misma noche, aprovechando la oscuridad de la noche.
Al siguiente día, cuando el avaro realizó su visita, se encontró el hueco vacío y comenzó a gritar, rondando como león enjaulado, para al final ponerse a llorar desconsoladamente. Otro vecino, al verlo se acercó para ayudarlo, cuando supo la situación le dijo: “No llore usted por la pérdida de ese oro que sólo contemplaba, tome una piedra grande y bonita, póngala donde tenía su tesoro, y hágase la ilusión de que esa piedra es su oro, pues le servirá igual, porque cuando el oro estaba ahí, usted no lo usaba, solo lo veía y le da igual tener allí un gran tesoro o cualquier otra cosa “. Y diciendo esto se alejó dejando al granjero pensando.
El avaro hombre estaba inconsolable, había dejado a su familia sin alimento, pero por fortuna, ellos ya se habían preparado, tomaron algunos animales, los llevaron a un lugar apartado de la granja para que él no pudiera venderlos y con ellos reunieron suficientes provisiones para sobrevivir el invierno.
El granjero comprendió su error y al pasar las temporadas frías, sembró de nuevo con amor sus tierras, y le dio una buena vida a su familia.